Comparto con vosotros fragmentos del reportaje de Borja Vilaseca publicado en El País Semanal:
La gran
mayoría estamos convencidos de que nuestra forma de ver la vida es la forma de
ver la vida. Y que quienes ven las cosas diferentes que nosotros están
equivocados. De hecho, tenemos tendencia a rodearnos de personas que piensan
exactamente como nosotros, considerando que estas son las únicas “cuerdas y
sensatas”.
Desde el día en que nacimos, nuestra mente ha sido condicionada para pensar y comportarnos de
acuerdo con las opiniones, valores y aspiraciones de nuestro entorno social y
familiar.
En función del país y del barrio en el que hayamos
sido educados, ahora mismo nos identificamos con una cultura, una religión, una
política, una profesión y una moda determinadas, igual que el resto de nuestros
vecinos.
¿Por qué no cuestionamos nuestra forma de pensar?
¿Y qué consecuencias tiene este hecho sobre nuestra existencia?
La
ignorancia es el germen de la infelicidad. Y ésta, la raíz desde la que
florecen el resto de nuestros conflictos y perturbaciones.
Las personas
queremos ser felices, pero en general no tenemos ni idea de cómo lograrlo.
Y dado que la mentira más común es la que nos contamos a nosotros mismos, en
vez de cuestionar nuestro sistema de
creencias e iniciar un proceso de
cambio personal, la mayoría nos quedamos anclados en el victimismo, la
indignación, la impotencia o la resignación.
Demasiada gente nos ha estado confundiendo durante
demasiados años, presionándonos y convenciéndonos para que hagamos cosas que no
nos conviene hacer para tener cosas que no necesitamos tener.
Si nuestra
vida carece de sentido, reconozcámoslo. No nos engañemos más. Si nos
sentimos vacíos, asumámoslo. Dejemos de mirar hacia otro lado. El autoengaño es
un déficit de honestidad. Esta cualidad nos permite reconocer que nuestra vida
está hecha un lío porque nosotros nos sentimos así en la vida. A menos que
admitamos que tenemos un problema, nos será imposible solucionarlo.
La
honestidad puede resultar muy dolorosa al principio. Pero a medio plazo es
muy liberadora. Nos permite afrontar la verdad acerca de quiénes somos y de
cómo nos relacionamos con nuestro mundo interior. Así es como iniciamos el
camino que nos conduce hacia nuestro bienestar emocional.
Cultivar esta virtud provoca una serie de efectos
terapéuticos. En primer lugar, disminuye el miedo a conocernos y afrontar
nuestro lado oscuro. También nos incapacita para seguir llevando una máscara con
la que agradar a los demás y ser aceptados por nuestro entorno social y
laboral.
A su vez, esta cualidad nos impide seguir ocultando
debajo de la alfombra nuestros conflictos emocionales. Así, nos da fortaleza
para cuestionarnos, identificando la falsedad y las mentiras que pueden estar
formando parte de nuestra vida.
De pronto perdemos el interés en justificarnos cada
vez que alguien señala alguno de nuestros defectos. Y aumenta nuestra
motivación para desarrollar nuestro potencial como seres humanos. En la medida que la honestidad se va
integrando en nuestro ser, sentimos frecuentes episodios de alivio por no tener
que fingir ser quien no somos.
A pesar del sufrimiento y del conflicto que vamos
cosechando, en ocasiones nos cuesta
mucho considerar que estamos equivocados. ¿Quién lo está? Así, solemos
utilizar una serie de mecanismos de defensa para mantenernos en nuestra zona de
comodidad. Entre estos destaca la arrogancia de creer que no tenemos nada que
cuestionarnos, ni mucho menos algo que aprender. Así es como evitamos remover
el sistema de creencias con el que hemos fabricado nuestro falso concepto de
identidad.
Y lo mismo hacemos con la soberbia, que nos lleva a sentirnos superiores cada vez que nos
comparamos con alguien, poniendo de manifiesto nuestro complejo de
inferioridad. De ahí surge la prepotencia, con la que tratamos de demostrar
que siempre tenemos la razón.
También empleamos la vanidad, haciendo ostentación
de nuestros méritos, virtudes y logros.
Eso sí, el
gran generador de conflictos con otras personas se llama orgullo.
Principalmente porque nos incapacita para reconocer y enmendar nuestros propios
errores. Y pone de manifiesto una carencia de humildad.
La humildad
está relacionada con la aceptación de nuestros defectos, debilidades y
limitaciones. Nos predispone a cuestionar aquello que hasta ahora habíamos
dado por cierto. En el caso de que además seamos vanidosos o prepotentes, nos
inspira simplemente a mantener la boca cerrada. Y solo hablar de nuestros
éxitos en caso de que nos pregunten. Llegado el momento, nos invita a ser
breves y no regodearnos.
La paradoja
de la humildad es que cuando se manifiesta, se corrompe y desaparece. La
coletilla “en mi humilde opinión” no es más que nuestro orgullo disfrazado. La
verdadera práctica de esta virtud no se predica, se practica. En caso de
existir, son los demás quienes la ven, nunca uno mismo.
Ser sencillo es el resultado de conocer nuestra
verdadera esencia, más allá de nuestro ego. Y es que solo cuando accedemos al núcleo de nuestro ser sabemos que no somos lo
que pensamos, decimos o hacemos. Ni tampoco lo que tenemos o conseguimos.
Ésta es la razón por la que las personas humildes, en tanto que sabios, pasan
desapercibidas.
En la medida
que cultivamos la modestia, nos es cada vez más fácil aprender de las
equivocaciones que cometemos, comprendiendo que los errores son necesarios para
seguir creciendo y evolucionando. De pronto ya no sentimos la necesidad de
discutir, imponer nuestra opinión o tener la razón. Gracias a esta cualidad,
cada vez gozamos de mayor predisposición para escuchar nuevos puntos de vista,
incluso cuando se oponen a nuestras creencias. En paralelo, sentimos más
curiosidad por explorar formas alternativas de entender la vida que ni siquiera
sabíamos que existían. Y cuanto más indagamos, mayor es el reconocimiento de
nuestra ignorancia, vislumbrando claramente el camino hacia la sabiduría.
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